De niña jugaba entre las amapolas que mi madre sembró en nuestro patio en Río Piedras, admirando la delicadeza de los pétalos. El viento levantaba la chiringa hacia el cielo azul cerca de la fortaleza del Morro. Recuerdo las manos diestras de mi abuelo cuando cortaba las frutas de los árboles y el sabor de la papaya que mi abuela servía en su tazón de cristal. Recuerdo las casas de concreto, sólidas y seguras, sus terrazas abiertas a vecinos durante el día y al sonido de la rana coquí por la noche. Puerto Rico –donde pasé mi niñez– valora a todos a sus niños. Pero como en cualquier desastre, los más vulnerables en este momento son precisamente los niños, después de que los huracanes María e Irma devastaran la isla.